(Especial
para la edición aniversario de El Luchador 10 de julio 2015)
De la Tumbazón al Trocadero
pasando por El Retumbo y la Ciudad Perdida
El advenimiento de la Rockola, lenitivo
para los despechados y buscadores de encuentros amorosos.
-Américo
Fernández-
La actual calle Santa Ana era conocida
antiguamente como calle La Tumbazón en
razón de que allí la marinería del puerto fluvial como toro boruca tumbaba a
las diablitos, pero esto se acabó cuando el vicario general de la diócesis.
Monseñor José Leandro Aristeguieta, logró que las autoridades clausuraran las
casas de encuentros amorosos por estar cercas de la iglesia que él había
fundado en 1856.
Surgió
entonces El Retumbo en la zona que después fue llamada Calle Miscelánea y finalmente Calle Dalla
Costa. El Retumbo era en cierto modo un lugar ruidosamente burdelesco donde la
alta y baja marinería de los barcos
fondeados en la arenosa ribera orinoqueña, saciaba su sed de amor a cambio de
algunos pesos, florines, dólares francos o esterlinas. No había problemas en
cuanto a la nacionalidad de la moneda porque la Casa Blohm más arriba en las
casas porticadas, funcionaba como banco
y casa de cambio.
Entonces el desarrollo
urbano hizo que El Retumbo se mudara más hacia el Oriente con el nombre de la
Ciudad Perdida. “La ciudad pervertida” quería decir la altiva y muy cristiana
familia angostureña. El poeta José Sánchez Negrón me contaba que en su época de
niño, cuando su tía-abuela llevándolo de la mano se veía obligada a pasar por
sus cercanías, le advertía que no viese hacia ese lugar porque era como entrar
en o hacer contacto con lo pecaminoso.
Ellas eran las golfas,
las rameras, las busconas, las hetairas, las heteras, las perdidas, las
meretrices, las mundanas, las pendangas, las zorras, las suripantas, las
pecadoras, las pelanduscas, las pendangas, las arrastradas, las perendecas, las
bagasas, las putas, las prostitutas, en fin, las cortesanas del burdel de
Fliliberto, contra las cuales nunca pudieron los sermones disparados desde el
púlpito de la Catedral.
Contra ellas sólo podía
de vez en cuando por agosto el Señor de las Aguas. Entonces, goloso, turbio y
repleto de mogotes, metía sus lenguas, las inundaba y las hacía damnificadas
hasta que satisfecho retornaba a su cauce.
Pero lo del 43 fue
imperdonable. El Orinoco sumergió a la Ciudad Perdida hasta tres metros bajo
agua y las alegres mujeres se vieron frustradas al pretender refugiarse en las
cubiertas de los barcos. Se dispersaron y fueron a parar unas a los Culíes,
otras a los cerros El Zamuro y La Esperanza.
Un número menor de ellas buscaron protección en los cerros El Chivo y el
Temblador y al otro lado del río, en Soledad. Se dispersaron hasta que bajasen
las aguas y todo volviese a ser como antes: pero, nunca, jamás pudieron
retornar por esos lados.
El Presidente de la Republica Isaías Medina Angarita
, luego de aterrizar en el aeropuerto de la Laja de la Llanera en el avión
Late-28 que lo trajo de Maracay, ordenó que “Sodoma y Gomorra” fuera destruida
y que a nadie se le ocurriese mirar hacia atrás porque estatua de sal se
volvería. De manera que acatando la disposición del magistrado, se levantó allí
un edificio resaltando en el frontispicio aquella sabia frase de Bolívar en el
Congreso de Angostura: “Moral y Luces son nuestras primeras necesidades”.
Pero la Ciudad Perdida
sólo perdió su nombre porque la construcción del Grupo Escolar no fue
suficiente para acabar la prostitución en el lugar. Si bien el grueso de la
actividad del comercio sexual buscó hacia las afueras lugares más apropiados
como El Trocadero, El Vesubio y El Siete, quedaron en las inmediaciones del
Grupo Escolar algunos puntos reservados como “El Chupulún”, en donde seguro
encontrar a Eduardo Santana y no precisamente moviendo a la Reina del ajedrez.
Pero el más trascendente
fue indudablemente El Trocadero donde nunca faltó la Rockola, ese artefacto
parecido a un robot, pero que no es más que el bendito fonógrafo de Edison
llevado a una dimensión descomunal para hacerlo automáticamente operable, de
largo tablero numerando los discos de moda, como fueron los de Julio Jaramillo,
Leo Marín, Lucho Gatica, Toña la Negra, Pedro Vargas y hasta del mismísimo Luis
Sarmiento, nacido y crecido en estos patios del merey y la coroba y quien tuvo
el privilegio de bautizar su primer disco, un 45, en el Trocadero de Edelmiro
Lizardi, donde parecía imperecedero el sonido de la rockola.
Allí en ese Trocadero
que antes estuvo por las inmediaciones de la Bomba Taguapire y que después se
reubicó por cuestión de moralidad pública en los alrededores de La Campiña,
zona rural donde Alberto Minet fomentó una granja que terminó bajo las aguas
desbordadas del río San Rafael, tan tímido en tiempo de sequía como
revoltoso durante la estación de lluvia.
Bueno, decía, que en ese Trocadero del
que se saben y cuentan infinitas historias como la del pintor José Martínez
Barrios, celebrado pintor bolivarense que tuvo amigables relaciones con
Edelmiro Lizardi, el dueño del famoso Trocadero de Ciudad Bolívar
Solía recordar en vespertinas tertulias
en el quiosco que era de Carlito Hernández, aquel ambiente pintoresco con
cuartos de moriche en el fondo, situado en La Campiña. Por allí pasaron mujeres bellísimas de
Maracaibo, Valencia, Upata. Uno se
tomaba una cerveza por real y medio. El
tercio costaba 1,25; dos bolívares la media jarra y tres el botellón. Allí Martínez tuvo sus primeras incursiones
amorosas.
En ese paraje, el pintor anclado en el
claro oscuro de los clásicos, se empató con una merideña bellísima de nombre
Juliana. En ese tiempo Martínez vivía
leyendo libros de estética, de preceptiva literaria, filosofía y obras
románticas. Como los actores de cine,
buscaba argumentos para su vida, temas que le nutrieran existencialmente.
En ese
Trocadero había una rockola con muchas y variadas canciones de amor y despecho
que tragaba más monedas que una moderna máquina de juego. Al fin, la rockola también es como una
máquina lúdica donde bajo la compulsión etílica y a la luz de una letra o melodía se pone a
prueba como en un juego, la sensibilidad para vencer o terminar en el foso de
un amor incomprendido.
Edelmiro
administraba y soñaba con la rockola porque también en medio de aquel lupanar
él era una abeja con su corazón herido y un buen día, desengañado, cerró el Trocadero y se metió a rockolero.
Se fue a comerciar con las rockolas.
Las hacía reparar con el técnico James Hernández, luego las alquilaba,
vendía, y hasta suscribió un contrato de distribución con la Wurlitzer a pesar
de Pedro Montes que también era del ramo y tenía su establecimiento frente al
Café España. El comercio de las rockolas
era bueno y los aparatos sonaban no sólo
en El Vesubio, el Tibiritabara,
la Estrella Roja, el Caballo Negro, La Cibele, Le Tucan, La Glaciere, la Luzetti y el Club
Buena Vista La piscina, sino en un bar tan marginal como el Boby Capó del
Barrio Negro Primero, donde los despechados solían llorar los desaires
intempestivos de sus amadas, escuchando la voz de Lope Balaguer cantando que falta tu me haces, que falta tan
inmensa, o aquella que dice yo quiero que tu vuelvas no pongo condición o el
amor es uno, uno y nada más, lo demás humo, humo que se va.
El periodista Enrique
Aristeguieta prefería una rockola del barrio Las Moreas que no aceptaba sino
monedas de plata, claro, él no las tenía pero sí la señora dueña del negocio
que las facilitaba con ese propósito a
cambio de esas otras que ruedan por allí muy devaluadas. Allí junto con Camilo Perfetti quise una vez llevar
a Eliécer Calzadilla, amante de las rockolas además de excelente conversador,
pero no pasamos del Tropical Room
del barrio La Sabanita hasta que llegó la Guardia Nacional y bajó toda la
botillería porque, cosa rara en un lugar tan grato, carecía de licencia.
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