lunes, 13 de julio de 2015

De la Tumbazón al Trocadero

(Especial para la edición aniversario de El Luchador 10 de julio 2015) 

De la Tumbazón al Trocadero
pasando por El Retumbo y  la Ciudad Perdida

El advenimiento de la Rockola, lenitivo para los despechados y buscadores de encuentros amorosos.

-Américo Fernández-

La actual calle Santa Ana era conocida antiguamente como  calle La Tumbazón en razón de que allí la marinería del puerto fluvial como toro boruca tumbaba a las diablitos, pero esto se acabó cuando el vicario general de la diócesis. Monseñor José Leandro Aristeguieta, logró que las autoridades clausuraran las casas de encuentros amorosos por estar cercas de la iglesia que él había fundado en 1856.
         Surgió entonces El Retumbo en la zona que después fue llamada  Calle Miscelánea y finalmente Calle Dalla Costa. El Retumbo era en cierto modo un lugar  ruidosamente burdelesco donde la  alta y baja marinería de los barcos fondeados en la arenosa ribera orinoqueña, saciaba su sed de amor a cambio de algunos pesos, florines, dólares francos o esterlinas. No había problemas en cuanto a la nacionalidad de la moneda porque la Casa Blohm más arriba en las casas porticadas, funcionaba como  banco y casa de cambio.
         Entonces el desarrollo urbano hizo que El Retumbo se mudara más hacia el Oriente  con el nombre  de  la Ciudad Perdida. “La ciudad pervertida” quería decir la altiva y muy cristiana familia angostureña. El poeta José Sánchez Negrón me contaba que en su época de niño, cuando su tía-abuela llevándolo de la mano se veía obligada a pasar por sus cercanías, le advertía que no viese hacia ese lugar porque era como entrar en o hacer contacto con lo pecaminoso.
         Ellas eran las golfas, las rameras, las busconas, las hetairas, las heteras, las perdidas, las meretrices, las mundanas, las pendangas, las zorras, las suripantas, las pecadoras, las pelanduscas, las pendangas, las arrastradas, las perendecas, las bagasas, las putas, las prostitutas, en fin, las cortesanas del burdel de Fliliberto, contra las cuales nunca pudieron los sermones disparados desde el púlpito de la Catedral.
         Contra ellas sólo podía de vez en cuando por agosto el Señor de las Aguas. Entonces, goloso, turbio y repleto de mogotes, metía sus lenguas, las inundaba y las hacía damnificadas hasta que satisfecho retornaba a su cauce.
         Pero lo del 43 fue imperdonable. El Orinoco sumergió a la Ciudad Perdida hasta tres metros bajo agua y las alegres mujeres se vieron frustradas al pretender refugiarse en las cubiertas de los barcos. Se dispersaron y fueron a parar unas a los Culíes, otras a los cerros El Zamuro y La Esperanza.  Un número menor de ellas buscaron protección en los cerros El Chivo y el Temblador y al otro lado del río, en Soledad. Se dispersaron hasta que bajasen las aguas y todo volviese a ser como antes: pero, nunca, jamás pudieron retornar por esos lados. 
El Presidente de la Republica Isaías Medina Angarita , luego de aterrizar en el aeropuerto de la Laja de la Llanera en el avión Late-28 que lo trajo de Maracay, ordenó que “Sodoma y Gomorra” fuera destruida y que a nadie se le ocurriese mirar hacia atrás porque estatua de sal se volvería. De manera que acatando la disposición del magistrado, se levantó allí un edificio resaltando en el frontispicio aquella sabia frase de Bolívar en el Congreso de Angostura: “Moral y Luces son nuestras primeras necesidades”.
         Pero la Ciudad Perdida sólo perdió su nombre porque la construcción del Grupo Escolar no fue suficiente para acabar la prostitución en el lugar. Si bien el grueso de la actividad del comercio sexual buscó hacia las afueras lugares más apropiados como El Trocadero, El Vesubio y El Siete, quedaron en las inmediaciones del Grupo Escolar algunos puntos reservados como “El Chupulún”, en donde seguro encontrar a Eduardo Santana y no precisamente moviendo a la Reina del ajedrez.
         Pero el más trascendente fue indudablemente El Trocadero donde nunca faltó la Rockola, ese artefacto parecido a un robot, pero que no es más que el bendito fonógrafo de Edison llevado a una dimensión descomunal para hacerlo automáticamente operable, de largo tablero numerando los discos de moda, como fueron los de Julio Jaramillo, Leo Marín, Lucho Gatica, Toña la Negra, Pedro Vargas y hasta del mismísimo Luis Sarmiento, nacido y crecido en estos patios del merey y la coroba y quien tuvo el privilegio de bautizar su primer disco, un 45, en el Trocadero de Edelmiro Lizardi, donde parecía imperecedero el sonido de la rockola.
         Allí en ese Trocadero que antes estuvo por las inmediaciones de la Bomba Taguapire y que después se reubicó por cuestión de moralidad pública en los alrededores de La Campiña, zona rural donde Alberto Minet fomentó una granja que terminó bajo las aguas desbordadas del río San Rafael, tan tímido en tiempo de sequía como revoltoso  durante la estación de lluvia.
         Bueno, decía, que en ese Trocadero del que se saben y cuentan infinitas historias como la del pintor José Martínez Barrios, celebrado pintor bolivarense que tuvo amigables relaciones con Edelmiro Lizardi, el dueño del famoso Trocadero de Ciudad Bolívar
         Solía recordar en vespertinas tertulias en el quiosco que era de Carlito Hernández, aquel ambiente pintoresco con cuartos de moriche en el fondo, situado en La Campiña.  Por allí pasaron mujeres bellísimas de Maracaibo, Valencia, Upata.  Uno se tomaba una cerveza por real y medio.  El tercio costaba 1,25; dos bolívares la media jarra y tres el botellón.  Allí Martínez tuvo sus primeras incursiones amorosas.
         En ese paraje, el pintor anclado en el claro oscuro de los clásicos, se empató con una merideña bellísima de nombre Juliana.  En ese tiempo Martínez vivía leyendo libros de estética, de preceptiva literaria, filosofía y obras románticas.  Como los actores de cine, buscaba argumentos para su vida, temas que le nutrieran existencialmente.
 En ese Trocadero había una rockola con muchas y variadas canciones de amor y despecho que tragaba más monedas que una moderna máquina de juego.  Al fin, la rockola también es como una máquina lúdica donde bajo la compulsión etílica y  a la luz de una letra o melodía se pone a prueba como en un juego, la sensibilidad para vencer o terminar en el foso de un amor incomprendido.
         Edelmiro administraba y soñaba con la rockola porque también en medio de aquel lupanar él era una abeja con su corazón herido y un buen día, desengañado,  cerró el Trocadero y se metió  a rockolero.  Se fue a comerciar con las rockolas.  Las hacía reparar con el técnico James Hernández, luego las alquilaba, vendía, y hasta suscribió un contrato de distribución con la Wurlitzer a pesar de Pedro Montes que también era del ramo y tenía su establecimiento frente al Café España.  El comercio de las rockolas era bueno y los aparatos sonaban no sólo  en El Vesubio, el Tibiritabara,  la Estrella Roja, el Caballo Negro, La Cibele,  Le Tucan, La Glaciere, la Luzetti y el Club Buena Vista La piscina, sino en un bar tan marginal como el Boby Capó del Barrio Negro Primero, donde los despechados solían llorar los desaires intempestivos de sus amadas, escuchando la voz de Lope Balaguer cantando que falta tu me haces, que falta tan inmensa, o aquella que dice yo quiero que tu vuelvas no pongo condición o el amor es uno, uno y nada más, lo demás humo, humo que se va.
         El periodista Enrique Aristeguieta prefería una rockola del barrio Las Moreas que no aceptaba sino monedas de plata, claro, él no las tenía pero sí la señora dueña del negocio que las  facilitaba con ese propósito a cambio de esas otras que ruedan por allí muy devaluadas.  Allí  junto con Camilo Perfetti quise una vez llevar a Eliécer Calzadilla, amante de las rockolas además de excelente conversador, pero no pasamos del Tropical Room del barrio La Sabanita hasta que llegó la Guardia Nacional y bajó toda la botillería porque, cosa rara en un lugar tan grato, carecía de licencia.